jueves, 19 de enero de 2012







Los lugares

por el Dr. Norbert-Bertrand Barbe

Remite al artículo "Los no-lugares".

                Si hay algo que recuperar del libro Los no lugares - Espacios de anonimato - Una antropología de la sobremodernidad (París, Seuil, 1992, Barcelona, Gedisa, 2000) de Marc Augé, es la diferencia entre los lugares propios, de memoria, y los "no lugares", que son definidos por su carácter simbólico más que vivencial. Los unos son del ámbito íntimo (la casa, el barrio, la ciudad y el país propio), los otros del ámbito de la fantasía y el recuerdo colectivo (los grandes monumentos del mundo, las destinaciones turísticas).

                Sin embargo, parece que, aunque de alguna forma le dedica su libro entero, Augé no se percata que tales diferencias son debidas a la distancia, que marca la relación de cercanía de la persona con los lugares.
                De hecho, cualquier espacio geográfico, como lo planteabamos en nuestro artículo sobre "Los no lugares", es lugar para el que vive en él, y, según la terminología de Augé, no lugar para los que no lo experimentan sino por vacaciones.
                Es decir que la cualidad de cercanía depende de donde nos toca nacer y vivir, más que del lugar en sí.
                Es así la posibilidad de recorrido que define nuestra cercanía con los lugares.

                Por otra parte es interesante notar que, a menudo, los no lugares tienen mayor fuerza de cercanía y experimentación sensorial y placentera para nosotros que los lugares. La escuela, la alcaldía, son lugares de máximo anonimato. Ciertamente uno se hace amigos, pero no nos definen, tampoco nos retienen. Salvo dentro de la medida en que nos recordemos de ellos como lugares de experimentación de la amistad, o de aprendizaje de algo valioso, por eso las reuniones de antiguos alumnos, y los símbolos que se buscan asociar a las universidades (como anillos y escudos en corbatas, camisetas, etc.).
                Olvidando cierto grado de mentira publicitaria en la elaboración de estos símbolos (que, según la identidad: símbolo=no lugar de Augé los define entonces como no lugares), los recuerdos de escuela o de trabajo sin duda integrar estos ámbitos, si bien desalmados, fríos y anónimos, al concepto de lugares.
                Ahora bien, cabe sin embargo recordar que aciertan más en su retribución hacia el usuario como lugares de placer, creación también de amistad (aunque más efímera, pero no tanto por los lugares en sí, sino por el tiempo que en ellos se pasa), y recuerdos valiosos los lugares de vacaciones, en particular porque de hecho los elegimos.
                A tal punto es esto cierto que pagamos para ir, mientras, seamos francos, nadie pagaría para ir a trabajar.
                Si se nos diera la elección, quien iría a la escuela o al trabajo, si igual se nos pagará para quedarnos en casa.
                Ciertamente, hay adultos que van a la universidad. Pero la razón es simple: o bien es para obtener mayor grado académico y así obtener mayores ingresos al reconocer su empleador su nivel superior, o bien es, en el caso de las personas de la tercera edad en el Primer Mundo, para no aburrirse en casa. Igual van a clubs y asociaciones. El pretexto no es tanto ni la educación en sí ni el lugar, sino la convivencia con los demás.
                Al contrario, en los lugares que Augé considera como "no lugares": los grandes monumentos de la humanidad, la gente va para ver y conocerlos.
                Así, por ambas vías: por un lado el placer y la cercanía emocional, por otro la elección propia del lugar y su interés para la persona, los denominados no lugares por Augé aparecen más como lugares para la mayoría de la gente que los denominados lugares por Augé.

                Llegados a este punto, es preciso preguntarnos de nuevo sobre el concepto de cercanía-lejanía y por ende de lo que llamamos hace un momento el recorrido de los lugares.
               
"Considero muy razonable la creencia céltica de que las almas de los seres perdidos están sufriendo cautiverio en el cuerpo de un ser inferior, un animal, un vegetal o una cosa inanimada; perdidas para nosotros hasta el día, que para muchos nunca llega, en que suceda que pasamos al lado del árbol, o que entramos en posesión del objeto que les sirve de cárcel. Entonces se estremecen, nos llaman, y en cuanto las reconocemos se rompe el maleficio. Y liberadas por nosotros, vencen a la muerte y tornan a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de su dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto ante de que nos llegue la muerte, o que no lo encontremos nunca.
Hacía ya muchos años que no existía para mí de Combray más que el escenario y el drama del momento de acostarme, cuando un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso que tomara, en contra de mi costumbre, una taza de té. Primero dije que no; pero luego, sin saber por qué, volví de mi acuerdo. Mandó mi madre por uno de esos bollos, cortos y abultados, que llaman magdalenas, que parece que tienen por molde una valva de concha de peregrino. Y muy pronto, abrumado por el triste día que había pasado y por la perspectiva de otro tan melancólico por venir, me llevé a los labios unas cucharadas de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en que aquel trago, con las miga del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que lo causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo, pero le excedía en, mucho, y no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía y qué significaba? ¿Cómo llegar a aprehenderlo? Bebo un segundo trago, que no me dice más que el primero; luego un tercero, que ya me dice un poco menos. Ya es hora de pararse, parece que la virtud del brebaje va aminorándose. Ya se ve claro que la verdad que yo busco no está en él, sino en mí. El brebaje la despertó, pero no sabe cuál es y lo único que puede hacer es repetir indefinidamente, pero cada vez con menos intensidad, ese testimonio que no sé interpretar y que quiero volver a pedirle dentro de un instante y encontrar intacto a mi disposición para llegar a una aclaración decisiva. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi alma. Ella es la que tiene que dar con la verdad. ¿Pero cómo? Grave incertidumbre ésta, cuando el alma se siente superada por sí misma, cuando ella, la que busca, es juntamente el país oscuro por donde ha de buscar, sin que le sirva para nada su bagaje. ¿Buscar? No sólo buscar, crear. Se encuentra ante una cosa que todavía no existe y a la que ella sola puede dar realidad, y entrarla en el campo de su visión.
Y otra vez me pregunto: ¿Cuál puede ser ese desconocido estado que no trae consigo ninguna prueba lógica, sino la evidencia desu felicidad, y de su realidad junto a la que se desvanecen todas las restantes realidades? Intento hacerlo aparecer de nuevo. Vuelvo con el pensamiento al instante en que tome la primera cucharada de té. Y me encuentro con el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi alma un esfuerzo más; que me traiga otra vez la sensación fugitiva. Y para que nada la estorbe en ese arranque con que va a probar captarla, aparta de mí todo obstáculo, toda idea extraña, y protejo mis oídos y mi atención contra los ruidos de la habitación vecina. Pero como siento que se me cansa el alma sin lograr nada, ahora la fuerzo, por el contrario, a esa distracción que antes le negaba, a pensar en otra cosa, a reponerse antes de la tentativa suprema. Y luego, por segunda vez, hago el vacío frente a ella, vuelvo a ponerla cara a cara con el sabor reciente del primer trago de té, y siento estremecerse en mí algo que se agita, que quiere elevarse; algo que acaba de perder ancla a una gran profundidad, no sé qué, pero que va ascendiendo lentamente; percibo la resistencia y oigo el rumor de las distancias que va atravesando.
Indudablemente, lo que así palpita dentro de mi ser será la imagen y el recuerdo visual que, enlazado al sabor aquel, intenta seguirlo hasta llegar a mí. Pero lucha muy lejos, y muy confusamente; apenas si distingo el reflejo neutro en que se confunde el inaprensible torbellino de los colores que se agitan; pero no puedo discernir la forma, y pedirle, como a único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su contemporáneo, de su inseparable compañero el sabor, y que me enseñe de qué circunstancia particular y de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara ese recuerdo, ese instante antiguo que la atracción de un instante idéntico ha ido a solicitar tan lejos, a conmover y alzar en el fondo de mi ser? No sé. Ya no siento nada, se ha parado, quizá desciende otra vez, quién sabe si tornará a subir desde lo hondo de su noche. Hay que volver a empezar una y diez veces, hay que inclinarse en su busca. Y a cada vez esa cobardía que nos aparta de todo trabajo dificultoso y de toda obra importante, me aconseja que deje eso y que me beba el té pensando sencillamente en mis preocupaciones de hoy y en mis deseos de mañana, que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de magdalena que mi tía Leoncia me ofrecía, después de mojado en su infusión de té o de tilo, los domingos por la mañana en Combray (porque los domingos yo no salía hasta la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto. Ver la magdalena no me había recordado nada, antes de que la probara; quizá porque, como había visto muchas, sin comerlas, en las pastelerías, su imagen se había separado de aquellos días de Combray para enlazarse a otros más recientes; ¡quizá porque de esos recuerdos por tanto tiempo abandonados fuera de la memoria no sobrevive nada y todo se va desagregando!; las formas externas también aquella tan grasamente sensual de la concha, con sus dobleces severos y devotos., adormecidas o anuladas, habían perdido la fuerza de expansión que las empujaba hasta la conciencia. Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más, persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.
En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tilo que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar porqué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina, y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando había buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té."

                Así Marcel Proust empieza el paradigmática recuerdo que lo llevará En busca del tiempo perdido (1913), evocado de hecho por Augé en su libro.
                Ahora bien, veamos cuales son los recuerdos que le trae a la memoria la famosa magdalena :

"Il m’avait aussitôt rendu les vicissitudes de la vie indifférentes, ses désastres inoffensifs, sa brièveté illusoire, de la même façon qu’opère l’amour, en me remplissant d’une essence précieuse: ou plutôt cette essence n’était pas en moi, elle était moi. J’avais cessé de me sentir médiocre, contingent, mortel... Chercher? pas seulement : créer. Il est en face de quelque chose qui n’est pas encore et que seul il peut réaliser, puis faire entrer dans sa lumière.
... Puis une deuxième fois, je fais le vide devant lui, je remets en face de lui la saveur encore récente de cette première gorgée et je sens tressaillir en moi quelque chose qui se déplace, voudrait s’élever, quelque chose qu’on aurait désancré, à une grande profondeur ; je ne sais ce que c’est, mais cela monte lentement ; j’éprouve la résistance et j’entends la rumeur des distances traversées.
Certes, ce qui palpite ainsi au fond de moi, ce doit être l’image, le souvenir visuel, qui, lié à cette saveur, tente de la suivre jusqu’à moi.
.../...
Et tout d’un coup le souvenir m’est apparu. Ce goût, c’était celui du petit morceau de madeleine que le dimanche matin à Combray (parce que ce jour-là je ne sortais pas avant l’heure de la messe), quand j’allais lui dire bonjour dans sa chambre, ma tante Léonie m’offrait après l’avoir trempé dans son infusion de thé ou de tilleul. La vue de la petite madeleine ne m’avait rien rappelé avant que je n’y eusse goûté ; peut-être parce que, en ayant souvent aperçu depuis, sans en manger, sur les tablettes des pâtissiers, leur image avait quitté ces jours de Combray pour se lier à d’autres plus récents ; peut-être parce que, de ces souvenirs abandonnés si longtemps hors de la mémoire, rien ne survivait, tout s’était désagrégé ; les formes — et celle aussi du petit coquillage de pâtisserie, si grassement sensuel sous son plissage sévère et dévot — s’étaient abolies, ou, ensommeillées, avaient perdu la force d’expansion qui leur eût permis de rejoindre la conscience. Mais, quand d’un passé ancien rien ne subsiste, après la mort des êtres, après la destruction des choses, seules, plus frêles mais plus vivaces, plus immatérielles, plus persistantes, plus fidèles, l’odeur et la saveur restent encore longtemps, comme des âmes, à se rappeler, à attendre, à espérer, sur la ruine de tout le reste, à porter sans fléchir, sur leur gouttelette presque impalpable, l’édifice immense du souvenir.
Et dès que j’eus reconnu le goût du morceau de madeleine trempé dans le tilleul que me donnait ma tante (quoique je ne susse pas encore et dusse remettre à bien plus tard de découvrir pourquoi ce souvenir me rendait si heureux), aussitôt la vieille maison grise sur la rue, où était sa chambre, vint comme un décor de théâtre s’appliquer au petit pavillon donnant sur le jardin, qu’on avait construit pour mes parents sur ses derrières (ce pan tronqué que seul j’avais revu jusque-là) ; et avec la maison, la ville, la Place où on m’envoyait avant déjeuner, les rues où j’allais faire des courses depuis le matin jusqu’au soir et par tous les temps, les chemins qu’on prenait si le temps était beau. Et comme dans ce jeu où les Japonais s’amusent à tremper dans un bol de porcelaine rempli d’eau de petits morceaux de papier jusque-là indistincts qui, à peine y sont-ils plongés s’étirent, se contournent, se colorent, se différencient, deviennent des fleurs, des maisons, des personnages consistants et reconnaissables, de même maintenant toutes les fleurs de notre jardin et celles du parc de M. Swann, et les nymphéas de la Vivonne, et les bonnes gens du village et leurs petits logis et l’église et tout Combray et ses environs, tout cela qui prend forme et solidité, est sorti, ville et jardins, de ma tasse de thé."

                El recuerdo, producido por la magdalena y la taza de café hace surgir, como en una pieza de teatro, de la misma confesión de Proust:

"... la vieille maison grise sur la rue, où était sa chambre,... s’appliquer au petit pavillon donnant sur le jardin, qu’on avait construit pour mes parents sur ses derrières (ce pan tronqué que seul j’avais revu jusque-là) ; et avec la maison, la ville, la Place où on m’envoyait avant déjeuner, les rues où j’allais faire des courses depuis le matin jusqu’au soir et par tous les temps, les chemins qu’on prenait si le temps était beau... maintenant toutes les fleurs de notre jardin et celles du parc de M. Swann, et les nymphéas de la Vivonne, et les bonnes gens du village et leurs petits logis et l’église et tout Combray ..."

                Fijémonos un instante: los objetos que llegan a la memoria de Proust, y permitirá al autor empezar el segundo capítulo con la descripción propia de la ciudad de Combray, y después con la de su familia:

"Combray, de loin, à dix lieues à la ronde, vu du chemin de fer quand nous y arrivions la dernière semaine avant Pâques, ce n’était qu’une église résumant la ville, la représentant, parlant d’elle et pour elle aux lointains, et, quand on approchait, tenant serrés autour de sa haute mante sombre, en plein champ, contre le vent, comme une pastoure ses brebis, les dos laineux et gris des maisons rassemblées qu’un reste de remparts du moyen âge cernait çà et là d’un trait aussi parfaitement circulaire qu’une petite ville dans un tableau de primitif. À l’habiter, Combray était un peu triste, comme ses rues dont les maisons construites en pierres noirâtres du pays, précédées de degrés extérieurs, coiffées de pignons qui rabattaient l’ombre devant elles, étaient assez obscures pour qu’il fallût dès que le jour commençait à tomber relever les rideaux dans les « salles » ; des rues aux graves noms de saints (desquels plusieurs se rattachaient à l’histoire des premiers seigneurs de Combray) : rue Saint-Hilaire, rue Saint-Jacques où était la maison de ma tante, rue Sainte-Hildegarde, où donnait la grille, et rue du Saint-Esprit sur laquelle s’ouvrait la petite porte latérale de son jardin ; et ces rues de Combray existent dans une partie de ma mémoire si reculée, peintes de couleurs si différentes de celles qui maintenant revêtent pour moi le monde, qu’en vérité elles me paraissent toutes, et l’église qui les dominait sur la Place, plus irréelles encore que les projections de la lanterne magique ; et qu’à certains moments, il me semble que pouvoir encore traverser la rue Saint-Hilaire, pouvoir louer une chambre rue de l’Oiseau — à la vieille hôtellerie de l’Oiseau Flesché, des soupiraux de laquelle montait une odeur de cuisine que s’élève encore par moments en moi aussi intermittente et aussi chaude — serait une entrée en contact avec l’Au-delà plus merveilleusement surnaturelle que de faire la connaissance de Golo et de causer avec Geneviève de Brabant."

                Los objetos que llegan a la memoria de Proust son lugares importantes de la ubicación topográfica dentro de la ciudad: los lugares de cercanía y recorrido: la casa de la tía Léonie, y el pabellón de los padres del autor niño, y de ahí (las calles recorridas), llega la evocación de los ámbitos más simbólicos: la Plaza central, la Iglesia, y las casas en general que llenan el vecindario.
                En la primera época de la revista Cátedra de la UNAN-Managua, se publicó un artículo sobre la peculiar forma de dar las direcciones (verbalmente o por correo postal) en Nicaragua, desde una perspectiva lingüística. Nos parece que tendría que verse más desde una perspectiva sociológica.
                Mientras en la mayoría de los países, o por lo menos en el Primer Mundo, se presentan las direcciones conforme números de calles (la famosa 5a Avenida), los nombres de las mismas calles siendo los de personajes importantes, escritores, artistas o políticos, regionales o nacionales, y hasta internacionales, a veces simplemente teniendo las calles un número (lo que viene entonces a ser redondante cuando se da una dirección: número 15, 5a avenida), en Nicaragua, si bien las calles tienen a veces nombres, a menudo de los llamados mártires de la Revolución sandinista, las direcciones se dan desde objetos (como árboles) o locales urbanos, que a veces ya no existen (de donde fue...). El nombre del barrio se asocia obligatoriamente, por lo menos en el caso de Managua, para precisar aún más esta dirección compleja, que surge de la acumulación de los siguientes datos:
1.       Lo geográfico, referenciado desde:
a) Los puntos cardenales;
b) Pero en función del sol (arriba/abajo);
c) Y del lago (Norte);
2.       Lo topográfico,
a) En concreto el barrio;
b)  Y algún objeto urbano ("en el arbolito", "del chilamate",...);
c)  O local existente o que, también puede haber desaparecido;
3.       Lo mesurable:
a) La cuadra, como elemento referencial de espacio entre calle y calle (es decir, el bloque norteamericano, el pâté de maison francés, lo que corresponde, en buena parte, a la original forma hipodámica de la cuadrícula de la ciudad nicaragüense);
a) La vara, como medida mínima, inferior a la media cuadra (cuando no se puede decir del arbolito 3 cuadras y media al lago, se dice del arbolito 3 cuadras y 25 varas al lago). Cabe precisar que, si las cuadres son aproximadamente reconocibles (salvo cuando son diferentes a cada lado de la calle, lo que ocurre a menudo, creando así cierta confusión - en efecto, no siempre la cuadra de la izquierda es tan larga o corta como la de la derecha, construyéndose y cerrándose las calles desde la construcción de casas, más que desde un plan urbano vial unificado por el estado o la alcaldía -), el concepto de varas no es realmente preciso como lo puede ser en evaluación de terreno y propiedad (1 vara =  0.7022 metro), sino que es una indicación muy aproximativa para designar una distancia corta, no medida precisamente por nadie en realidad.
4.       Las caractéristicas propias del lugar que se busca:
a) "casa de verjas blancas", "con un árbol de coco";
b) Y referencia del propietario: "en casa de Don/Doña";
5.       Eventualmente, como por ejemplo en el barrio Bello Horizonte, las referencias numéricas más comunes en los demás países:
a) A las distintas "etapas" de la colonia (Bello Horizonte, etapa 1, 2,...);
b) Y en cada etapa al número propio de la casa (por lo que las casas tienen 3 elementos en Bello Horizonte: una letra, un número romano, correspondiente a la etapa de la colonia, y un número griego, de la casa dentro de la etapa, pero coincidiendo frente a frente etapas distintas, ocurre que no siempre la secuencia sea lógica consigo misma de un lado a otro de una misma calle).

                La gran diferencia que podemos entonces ver entre los dos modelos, además, a nivel formal y lingüístico, de la concisión del uno y la complejidad y confusión larga del segundo, es entre un tipo de referencia urbana que tiene que ver con los números y las calles, los cuales adquieren un valor simbólico referencial si las calles tienen nombres de personajes famosos, sino meramente numérico, y otro en el que son los objetos urbanos y los lugares que vienen a tomar sentido referencial, ya no exógeno (sin relación real con el lugar: es decir, una calle Victor Hugo no remite al lugar, a menos que el autor haya nacido, muerto u vivido largo tiempo en esta calle, lo que no es lo más común, es entonces el lugar que viene a remitir al autor como símbolo nacional, o sea no sólo sin relación con el lugar, pero además de manera macroestructural, no particular al lugar, que, repitémoslo, no se define por este nombre), sino exógeno y, hasta cierto punto, efímero (si desaparece el objeto y se reemplaza la referencia a éste por otra al objeto u local que sustituyó al primero).
                Curiosamente sin embargo, el modelo del Primer Mundo por así decirlo, donde no importa la referencia simbólica al lugar, proviene de ciudades en las que el objeto urbano tiene un valor destacado, no sólo porque se precisa en cada pared que vivió en tal edificio tal personaje importante, o se menciona la importancia de tal edificio u tal objeto para la historia urbana (las entradas del metro de Quimard en París por ejemplo), sino porque, dentro de las ciudades mapas, y fuera de las ciudades rótulos, nos orientan, a la vez desde lo kilométrico (iglesia tal a 15 km), lo topográfico (de la calle tal pasando por la avenida tal, ubicándonos en el mapa de las salidas de metro), y lo simbólico (el edificio: la Sagrada Familia, o el monumento: la Torre Eiffel está ahí).
                A la inversa, en Nicaragua, no hay ni un sólo mapa urbano que nos indica donde se está, además que sería relativamente imposible, salvo que, como en el caso del mapa de la serie televisada inglesa: The Prisoner (1967), se presentan calles sin nombre. Por ende, parece que la ubicación colectiva, careciendo de elemento concreto para dar las direcciones, está obligado a recurrir a los objetos como símbolos, lo que la nación no hace respecto del conjunto urbano. Es decir, mientras ni el Estado ni la alcaldía presenta mapas, o nombra las calles, y cuando las nombra eso tiene tan poco efecto que siguen llamándose popularmente por su carácter más práctico (el Paseo europeo, que no tiene nada que ver con Europa, pero sí lleva a Granada pasando por Masaya es conocido de todos no como Paseo europeo, de hecho si se preguntará a un managua donde queda dicho paseo no sabría decírnoslo, sino más pragmáticamente como Carretera Masaya), mientras decimos ocurre esto, el pueblo se ubica no por ende por nombres de calles que no tienen existencia en ninguna referenciación oficial, sino por los monumentos, locales y objetos existentes o desaparecidos que son conocidos de todos, en particular de los del barrio.

                Sin duda choc en retour de la carencia institucional respecto de la topografía urbana, sin embargo esta forma muy peculiar de dar direcciones nos enseña que los objetos son los que, como lo informa Augé respecto de los lugares turísticos, se vuelven simbólicos de la ciudad.
                Dicho de otra forma, no sólo las pirámides egipcias, Big Ben, el Parque Güell o el edificio Chrysler, son lugares que contienen un simbolismo arquitectónico y urbano, lejano y distante. Podemos claramente ver, desde el ejemplo nicaragüense que todo objeto urbano con un mínimo de reconocimiento colectivo como punto de focal ubicación adquiere, o revela asimismo su carácter simbólico para los lugareños. Es también lo que pasa con los símbolos más evidentes (la plaza, la iglesia) evocados por Proust en el primer capítulo del primer libro de su saga.  

                Así los lugares tienen este factor central que para Augé define los no lugares: el carácter simbólico de sus objetos.
                Esto es sin duda debido a dos fenómenos: primero la costumbre que tenemos desde la evolución urbanística renacentista, recordada por Lewis Mumford en La ciudad en la historia (1961), de ver la ciudad desde sus puntos focales, lo que pretendían los arquitectos como Miguel Ángel o Filarete en sus Tratados, y lo que pusieron en práctica, desde la Plaza del Capitolio (1536) hasta la Roma del Bernini. Segundo por el hecho de que, socialmente, los lugares de relevancia, son los de encuentro y compartir al ritmo de los rituales anuales y seculares (como es el caso de la iglesia y su campanario, que se recuerda hasta en las pinturas, como el famoso Angélus de 1857-1859 de Millet).

                Así, como decíamos al inicio de este texto, si los lugares asumen valores de: anonimato y simbolismo, a la vez que los no lugares, por lo menos como los define Augé, asumen valores de: placer y cercanía, podemos considerar que, al acercarse a ellos, el turista intenta lograr esta inmiscución al probar hacer propio estos lugares que, paradójicamente, aunque sólo los vio en obras (la fuente de La dolce vita, la Torre Eiffel o la estatua de la Libertad, etc.) le son exquisitos y de infinitos recuerdos.
                Este intento de apropiación muestra lo que, tal vez, Augé no toma tanto en cuenta: que el hombre es un ser mental, y los lugares no son sino la acumulación de sentimientos que en ellos involucramos.
                Por otra lado, nos enseñan las anteriores reflexiones cómo hacer una sociología de los no lugares, como pretende Augé no es tanto hacer una sociología de los lugares o la topografía como lo plantea al inicio de su libro, sino una sociología de los grupos humanos y su interacción en un ámbito (pre)determinado.

                Finalmente, consideramos, a diferencia de Augé, que los no lugares no se definen tanto, por consiguiente, respecto de su alejamiento del sujeto, sino por el grado de anonimato que producen en él (sea porque son construcciones sin alma, como los pabellones o hangares de materiales baratos que vemos surgir como hongos en Nicaragua, o porque son lugares que - en general además - que no propician el suficiente calor humano, debido a su frialdad voluntaria: los imponentes edificios del comercio, la banca y la actividad política y administrativa, y/o a la falta de humanidad de sus acciones: escuela, asilo, hospicio, y de la gente que ahí labora: como es el caso tan bien descrito en sus libros por Kafka de los administrativos y oficinistas de toda índole).